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Los médicos cubanos en la vida de Büyük Yapalak

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Los médicos cubanos en la vida de Büyük Yapalak
Cuba ha reiterado la voluntad de continuar ofreciendo ayuda al pueblo y gobierno de Türkiye, tras los devastadores terremotos del pasado día 6. Foto: Marsan Díaz, Carlos Manuel

El cartel anuncia: Elbistan-35 km. Afuera, como es media mañana y el sol ya ha levantado, las temperaturas rondan los cuatro grados bajo cero; nuestros colaboradores en el terreno nos han dicho que, por las madrugadas, llegan hasta menos 14.

Avanzamos en un minibus por entre las montañas del sur de Türkiye, dejando atrás el hospital que sirve de base de operaciones de la brigada médica cubana en la ciudad de Kahramanmaras, donde el resto de los cubanos que visten batas blancas partieron bien temprano a salas de emergencias y de maternidad, a realizar intervenciones en quirófanos y atender casos de pediatría en las comunidades más desfavorecidas. Nuestro destino: la clínica en la que otros nueve cubanos, más una traductora de origen turco, atienden a la población de la pequeña ciudad de Büyük Yapalak.

Recorremos carreteras, túneles, explanadas nevadas que terminan en majestuosas montañas de cumbres eternamente blancas. Sus contornos se desdibujan en la distancia, confundiéndose con un cielo azul desprovisto de nubes.

De pronto, Elbistan, capital de la región del mismo nombre. A ambos lados de la carretera hay edificios derrumbados, secuelas de los terremotos del pasado día 6. Quince minutos después, accedemos, por un portón a un recinto demarcado por un muro no muy alto. Es la clínica. En la entrada, bajo la bandera turca y la de los servicios de salud nacionales, los muchachos colocaron una cubana.

El reencuentro es entre abrazos. «Vengan para la cocina», y nos ofrecen café con leche caliente y galletas. «Aquí no carecemos de nada, la gente del pueblo nos malcría», explica Jordy, con su infatigable sonrisa, quien se desempeña como coordinador del grupo, a pesar de ser el más joven.

Cuentan que un poco de frijoles es lo único que extrañan, para hacer congrí. Buscamos entre las cosas que les subimos y ¡bam!, sobre la meseta queda el paquete de frijoles.

La licenciada Taimí nos dice que formar parte de la brigada Henry Reeve era, finalmente, un sueño cumplido. Ella comenzó a preparar el congrí, siguiendo la receta aprendida en su natal Las Tunas. Los saludos se interrumpen; están llegando pacientes a la clínica cubana.

EN EL PEQUEÑO HOSPITAL CUBANO

En dos habitaciones conjuntas han montado una sala de consultas y otra de enfermería. Abel, el médico MGI, está de guardia, y recibe cada uno de los casos. Para hacerse entender utiliza, indistintamente, el traductor online español-turco, y los oficios de Didem, joven turca de la Asociación de Amistad Cuba-Türkiye José Martí, quien dejó las cálidas costas de Esmirna para trabajar como traductora con nuestra Brigada. A ella tampoco le hace mucha gracia el frío.

En el salón de al lado, José atiende a un hombre de unos 30 años o más. Este, tras saludar, según la costumbre local, llevándose la mano izquierda al corazón, con actitud conocedora, se sienta sobre una camilla y espera a que Pepé le quite la venda que cubre parte de su pierna. «La herida se la hizo durante el terremoto», explica. «Se la cerraron con presillas y viene a curarse». Al acercarse José, con sus instrumentos, hace gestos negativos con las manos y pide antibióticos. «Está bien, le dice el galeno, con un poco de español y la traducción del móvil, «pero de mañana no pasa que te quitemos los puntos». El paciente sonrió.

En eso llega Pedro, el sicólogo, quien nos muestra cómo funciona la calefacción central de la clínica. En un cuarto, lleno de sacos de leña y carbón, se ha hecho experto en mantener viva la llama que da calor a la edificación. ¡Qué bárbaro!, pienso yo, recordando la frase que usa mucho el doctor Dupuy, jefe de la Brigada Médica cubana en Türkiye, quien nos acompaña.

Vamos al centro del pueblo a hacer unas visitas, ¿se nos unen? Aceptamos. Es un sitio de campo, en el corazón de una cordillera montañosa que recorre todo el sur de Türkiye. Su nombre significa Gran Búho, nos dice Nahide, la presidenta de la Asociación de Solidaridad entre nuestros países. Las casas están hechas de piedra y lodo, y las vigas que sobresalen de los techos son de madera. Parece que nos hubiéramos transportado 500 años hacia el pasado, a un típico pueblo del imperio Otomano. Pero nos explica Jordy que el desarrollo que ha logrado Türkiye no deja de sorprendernos cada día.

Pasamos por una mezquita y llegamos a una carretera que no aparece en el mapa del teléfono, a menos que se haga un zoom inmenso; en una de sus intersecciones nos esperaba el Muktar (gobernador del pueblo), quien con abrazos y manos en el pecho nos recibe, y nos invita a tomar té en el interior del local que es como un punto de encuentro social en la localidad.

Al entrar, el calor nos golpea como una ola. En el centro de la amplia habitación, una estufa bien alimentada sirve como calefacción y fogón para calentar el chay (así llaman al té). Los anfitriones nos brindan sus asientos y se aseguran de que todos tengamos un vaso de chay bien caliente en nuestras manos. El profe Dupuy agradece al Muktar las atenciones con nuestros colaboradores, y reitera la voluntad de continuar ofreciendo ayuda a esta y a otras poblaciones en todo cuanto sea posible. El Muktar, un hombre de unos 50 años, de manos fuertes y dedos gruesos acostumbrados al trabajo en el campo, con frases cortas y precisas, agradece la presencia de los médicos, y asegura que ha hecho circular por el grupo de WhatsApp que tienen los Muktar de la región los buenos servicios de la brigada cubana en su pueblo.

MEDICINA A PECHO ABIERTO

Menos de cinco minutos después encontramos a dos jóvenes que conversan en las afueras de una casa, junto a un carro. Pedro prepara el traductor online del móvil, y con evidente práctica les explica quiénes somos, a qué venimos y si conocen a alguien que necesite ayuda. Uno de los jóvenes nos indica que todo está bien, pero el otro nos lleva hasta una señora mayor que vive cerca, y que presenta dolor en las piernas.

En la casa de la abuelita, en la cual las gallinas corren por el patio de tierra, nos presentan al hijo de la señora, quien sale al portal a nuestro encuentro. Los médicos MGI comienzan a tomarle la presión y realizan un análisis de la paciente. La anciana es arropada por los saberes del doctor Alexander, joven especialista granmense, que combatió la COVID-19 en México, y a quien su niña pequeña, al verlo rodeado de nieve, le pidió que le hiciera un Olaf, como el personaje de la película animada Frozen; y por la doctora Marlene, quien pasó su cumpleaños el pasado día 15 aquí, al igual que hace casi 20 años, cuando tras otro terremoto, prestó servicios médicos como parte de la primera brigada Henry Reeve, en Pakistán. Los auxilia Ericles, licenciado en Enfermería y orgulloso hijo de Santa Clara.

Tras la pesquisa médica le preguntaron por los medicamentos que toma, si hace alergia a algún fármaco, y si está durmiendo y comiendo bien. Le recetaron paracetamol cada ocho horas y que, ante cualquier malestar, acuda a la clínica. Tesekkürler (gracias), expresaron la anciana y su hijo.

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Nos piden que visitemos a otra vecina que vive en una casa cercana. Las buenas atenciones se repiten. Esta vez nos hacen pasar a la sala de estar, y allí, Edel, licenciado en epidemiología, que ha pasado su vida entre San Luis y Guanabacoa, saca del bolso los equipos de consulta y comienza a repartirlos al pequeño grupo de doctores y paramédicos. Al indagar en la salud de la paciente queda remitida a la clínica cubana.

El joven del carro insiste en que lo acompañemos a su casa para brindarnos chay y veamos a su hermana, embarazada y con diagnóstico de peligro para el parto. Las casas en esta región son, mayoritariamente, de dos plantas. No se permite pasar de la puerta principal calzado, y adentro todos los pisos están cubiertos por alfombras que guardan el calor y dan mucho colorido. Celal, el chofer del carro, nos invita a sentarnos en el salón, al que poco a poco llega la familia: el padre, un señor mayor que lleva unos pantalones de lana; la madre, envuelta en coloridas y estampadas ropas tradicionales, incluyendo un velo negro que le cubre todo el pelo; su hermano y su cuñado, ambos en jeans y abrigos modernos; y su hermana, con 37 semanas de gestación.

Mientras la doctora Marlene asiste a la joven, el cuñado de Celal nos explica, entre pantomimas y traducciones del móvil, que él y su familia perdieron la casa durante el terremoto. «Ahora nos tuvimos que mudar para la casa de mi suegro. Somos cuatro, y mi mujer a punto de dar a luz». ¿Niño o niña?, le pregunto, y él, contento, nos dice que será otra vez niña, pues ya tiene una de ocho años y un varón de 15.

La doctora Marlene indicaba sus prescripciones al padre de la criatura y nosotros explicábamos cómo están distribuidos nuestros colaboradores en la provincia; mientras, los vasos de chay se vaciaban. Entonces, ¿se quedan a comer?

Con mucha deferencia, y con el congrí en la memoria, agradecimos el gesto, con la excusa de que no debíamos demorarnos, pues ya casi era hora de regresar a Kahramanmaras. Los abrazos, los Tesekkürler y las manos sobre el corazón, sellaban las cálidas emociones de la tarde. Afuera ya no hace ningún frío.

Tomado de Granma

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