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Los pintores de la prehistoria

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Los pintores de la prehistoria
Más de 100 000 personas visitan anualmente el Mural de la Prehistoria. Foto: Ismael Batista
Que brillen, como recién pintados, los colores del Mural de la Prehistoria, depende del coraje y la habilidad de una brigada de pintores locales enamorados de la gigantesca creación de Leovigildo González –discípulo del maestro mexicano Diego Rivera–, y que sus restauradores cuidan tanto, además, por ser «una obra de Fidel, de Celia, de la Revolución»

Antes de adentrarse en el sendero, para llegar a la cima del mogote y luego descolgarse con una cuerda hacia el vacío, Manuel Coro alerta lo que a simple vista cualquiera advertiría: «Desde que pones un pie en la primera piedra, aquí todo es peligroso».

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Sin embargo, en más de 60 años asegura que jamás ha ocurrido un accidente. Ni la primera generación de pintores, que en marzo de 1960 comenzó a estampar sobre la roca lo que sería el mayor fresco al aire libre del mundo, ni quienes les sucedieron han sufrido mayores percances que los normales en esta arriesgada profesión: «Rodillazos contra las piedras, cabezazos, picaduras de avispas. Cosas naturales cuando uno se sube a la sierra».

Aunque se dice fácil, Manuel afirma que nada más lejos de ello. «Hacen falta mucha responsabilidad y mucha concentración, porque el más mínimo error puede ser mortal».

Desde que comenzó a trabajar, hace 40 años, Manuel Coro no ha hecho otra cosa que restaurar, pincel en mano, el Mural de la Prehistoria, la gigantesca obra del artista Leovigildo González (quien fuera discípulo del muralista mexicano Diego Rivera), plasmada en un mogote del Valle de Viñales.

A pie de obra aprendió el oficio a través de Alfonso, su padre, uno de los 21 campesinos de la zona que estuvieron a cargo de la pintura del mural, bajo la guía de Leovigildo González.

Como ellos, se enamoró de este proyecto fabuloso del Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, en el cual se ilustra, de una manera monumental, el origen de la vida en el territorio cubano; y aquí continúa, a sus 59 años de edad.

DE CAMPESINOS A PINTORES

Cuenta que todos los que laboran actualmente en la restauración del mural son descendientes de aquellos primeros guajiros pintores que, colgados en arneses de paracaidistas, trabajaron de manera minuciosa e incansable.

Es el caso, por ejemplo, de Dagoberto, su hermano, quien lleva cerca de tres décadas acá, o Juan Carlos Vázquez, el jefe de la brigada, quien se incorporó hace 20 años y es sobrino de David, otro de los fundadores.

«Somos una segunda generación de quienes hicieron esto», dice. Ninguno había tenido antes nociones de pintura o de arte.

El capitán del Ejército Rebelde y reconocido científico, Antonio Núñez Jiménez, afirmaría en un texto publicado en la revista INRA en 1961, que el mural era pintado por campesinos que jamás habían tenido una brocha en sus manos.

¿Cómo fueron capaces, entonces, de lograr esta obra en circunstancias tan complejas?

Manuel Coro afirma que fue gracias a su empeño y a la excelente relación que mantuvieron con Leovigildo González.

«A pesar de la inexperiencia, eran hombres que no le tenían miedo a la montaña y seguían al pie de la letra las instrucciones del maestro.

«Todos se dejaron guiar y se unieron mucho. De lo contrario, no hubieran dado pie con bola, porque esto es como armar un rompecabezas.

«Desde abajo, Leovigildo González los dirigía con un micrófono y anteojos con los que veía la sierra pegadita a él. Les decía que pintaran un puntico aquí, otro allá. Cualquiera de esas figuras demoró meses en hacerse».

Más de 100 000 personas visitan anualmente el Mural de la Prehistoria. Foto: Ismael Batista

EN LA ROCA, COMO NUESTROS ANTEPASADOS

Fue a inicios de septiembre de 1959, recorriendo la Sierra de los Órganos, que durante un alto en la marcha, Núñez Jiménez comenzó a contarles a Fidel y a Celia Sánchez sobre sus andanzas como investigador en aquella región, y de los descubrimientos de extraños peces petrificados, grandes cráneos de saurios y de los restos materiales que los aborígenes habían dejado en las grutas.

«Surgió entonces la idea de conservar todos estos tesoros de la prehistoria en un museo que debía levantarse en el mismo sitio donde ahora conversábamos», recordaría Núñez, y añadiría que también acordaron plasmar, en un mural, la historia geológica de la Cordillera de Guaniguanico, que equivaldría a decir la historia geológica de Cuba.

En un principio, pensaron hacerlo en el frontispicio del futuro edificio del museo. Pero mirando el mogote imponente que tenían ante sí (conocido por los lugareños como el mogote de Pita), optaron mejor por hacerlo sobre la roca, tal como nuestros aborígenes en las cavernas cercanas.

Poco después, sobrevolaron la región en un helicóptero para comprobar que el mural se adaptaba a los planes de desarrollo turístico que se empezaban a manejar para Viñales, y de inmediato se comenzó a remover la vegetación que cubría parte del farallón.

Al mismo tiempo, se construyeron drenajes en algunos sitios de la pared, para ayudar al escurrimiento del agua cuando llueve.

UNA TRADICIÓN DE FAMILIA

En total, la obra abarca 160 metros de ancho por 120 de alto, y en ella conviven los plesiosaurios y los ammonites, los megalocnus y el hombre, resumiendo millones de años de historia e incontables hallazgos científicos realizados en la serranía pinareña.

Aunque hoy su labor consiste en preservar lo que ya fue pintado, Manuel Coro advierte que «esto es muy grande y lleva trabajo».

«Siempre vamos sacando los lugares más difíciles, donde el agua arrastra más la pintura o las figuras se ven más opacas», explica Dagoberto Coro, su hermano, otro de los que han hecho de la conservación del mural una tradición de familia.

Además de retocar cada trazo, es preciso quitar con machetes la maleza que brota constantemente de entre las rocas. «Aquí la vegetación es tan fuerte, que con dos aguas que caigan enseguida comienza a salir y tenemos que estar arriba de ella», dice.

Lo mismo para pintar que para cortar las plantas indeseables es preciso trabajar en parejas.

«Allá arriba se amarran las cuerdas a los árboles o a las rocas más firmes y, por cada pintor que se lanza, se queda un hombre en la cima de la montaña chequeando su seguridad.

«Entre los dos nos comunicamos con un equipo de radio. A través de él, el que está colgado pide que lo subas o lo bajes o lo muevas a la izquierda o la derecha», detalla Dagoberto.

A pesar de los años, asegura que todo se ha seguido haciendo de la misma manera que sus antecesores.

«Los más viejos nos fueron pasando sus conocimientos para cuando ellos no pudieran seguir», afirma.

Aun cuando la majestuosa pintura es parte de sus vidas, Dagoberto confiesa que uno se sigue impresionando cada vez que la ve, como si fuera el primer día.

«Esta es una obra de Fidel, de Celia, de la Revolución. Ser los continuadores de algo tan lindo, tan grande y tan trascendental, es un orgullo que siempre llevamos aquí adentro».

Tomado de Granma

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