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Sobre el vivir

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Mi bisabuela vino a conocer el mar cuando era ya una mujer octogenaria. Jamás necesitó de él porque no imaginó nunca cómo era. No le hacían falta la brisa ni el oleaje ni el olor a salitre. Su vida fue criar hijos y animales, ayudar al marido a echar alante la finquita, vigilar la yunta de bueyes, conducir los chivos al corral… Trabajar. No conoció la luz eléctrica hasta mucho tiempo después de tener descendencia. Estudiar no fue su sueño. Su prioridad era sobrevivir y así subsistió durante casi toda su vida. Nunca le he preguntado si alguna vez quiso vivir mejor.

Sobrevivir es el ícono hoy de nuestra resistencia. Pero la palabra no va más allá de «vivir con escasos medios o en condiciones adversas»; mientras que resistir es, «tolerar, aguantar o sufrir». Cuando hay una infección, el organismo se enfoca en combatirla, en resistir para sobrevivir. «Olvida» otras ciertas prioridades. La sociedad también es un organismo vivo, que siente y responde a los estímulos. Para muchos resulta difícil crear o soñar (que no «inventar») bajo una situación que impone primero vivir para contarlo.

Sobrevivir es andar por la vida con lo mínimo, hacerlo al día, sin mucho proyecto ni plan de futuro. Y hay cosas, como el mar, que a lo mejor parecen prescindibles. Viajar en avión, por ejemplo.

Quien no ha acortado distancias en tiempo breve, o le teme a las alturas, dirá que para qué preocuparse porque el precio de un boleto para un vuelo nacional vaya a sobrepasar los cuatro mil pesos. Solo hasta que le sea imprescindible, por salud, por una situación familiar importante, o por la lógica comodidad, si es que no la hemos olvidado. El ciudadano común no puede sentir que viajar en avión en Cuba será, muy pronto, una utopía.

Pero si no queremos volar, muy bien: pongamos los pies en tierra. ¿Alguien se atreve a calcular cuánto cuesta hoy salvar la distancia hasta un centro laboral en una ciudad grande, o de un pueblo a otro, mes tras mes? ¿Cuánto llegará a costar muy pronto? ¿Alcanzará el salario solo para ir a trabajar? ¿Alguien se ha puesto a pensar de dónde saca la gente el dinero para «sobrevivir» después de agotados sus ingresos oficiales?

Hay quien puede acogerse al teletrabajo, pero el cirujano necesita llegar a tiempo al salón, y la pantrista, y la maestra, y el operario, y el del control de la calidad y el custodio… Todo el mundo sabe que el aumento del precio del combustible y del transporte estatal lo trastocará todo, inflará más el globo.

¿Por qué será que la gente se cuestiona si vale la pena trabajar? Subsidiar personas y no servicios será tan complejo como subsidiar servicios y no personas?

No se habla de otra cosa hoy en Cuba. Es tan alto el costo social que es imposible no verlo frente a los parabrisas de los carros en los semáforos mientras alguien pasa un trapo por veinte pesos, en las peticiones de ayuda de muchas familias en las redes sociales, bajo el sereno y el frío que sufren las sombras andantes durmiendo en los bancos de los parques…

El costo es tan peligroso que, la mayoría de las veces, no se ve a simple vista, porque al jubilado no le preguntan si comió o «la pasó en blanco», por solo citar el más clásico de los ejemplos, aunque cada uno de nosotros podría poner el suyo. Imagínese si el jubilado va a viajar en tren o en yutong, si estará en condiciones de asumir «lo que viene». La macroeconomía anda a sueros, pero la economía familiar, que sostiene a cada uno de los ciudadanos, anda peor. El costo implica a la esperanza y a ese mapa moral martiano que trazó la ruta para «el bien de todos».

(Tomado del perfil de Facebook de Liudmila Peña Herrera)

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